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La abadía del Rojo FulgorPágina 5
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—Hermano Lusconi, el más pecador de los hombres —dice Bardoleán mientras limpia con calma el acero en el hábito del muerto—, ¿qué os retenía en esta casa, cuando sin duda teníais la facultad de abandonarla en el momento en que os pluguiera? Ninguna muralla fulgurante se habría alzado para impedíroslo, porque, ya veis, de poco os aprovecharon el encierro y la plegaria para entibiar vuestros malos instintos, si es que no os los acrecentaron. Ahora podríais vivir según vuestra natural inclinación en cualquier rincón de esta tierra, ni mejor ni peor hombre que los demás, pero feliz con un destino hecho a vuestra medida. ¡Maldición! Necio es en verdad quien aspira a la santidad careciendo del temple y de la madera apropiados.

En seguida corre a buscar a Elino, que yace todavía entre el boj, cubierto de arañazos y moraduras y con la ropa hecha jirones.

—Muchacho, de veras que me has sorprendido —le dice—. Pero habrá que ponerle algún remedio a esta santidad tuya, si es que tus padres quieren recuperarte.

—Señor —responde Elino—, yo en modo alguno he merecido esta muestra del amor de Dios, pero ya veis cuál es su designio. No le opongáis resistencia, os lo ruego pensando en vos más que en mí.

—Vaya, no empieces otra vez con tus lamentos y tus discursos piadosos. Como me llamo Bardoleán que antes de que despunte el día cabalgaremos a galope tendido hacia tu lugar. Así pues, dime, muchacho: ¿entre los servidores de la abadía no habrá alguna moza de hermoso semblante y figura cautivadora, o alguna mujer de carnes exuberantes y condición maternal, en quien hayas fijado a hurtadillas tu mirada embelesada más de una vez? Si así fuera, acaso te apeteciera tenerla contigo ahora, para decirle al oído todo lo que siempre habías querido decirle pero nunca osaste.

—¿Moza o mujer? Dios me libre, señor; solo varones habitan entre estos muros.

—Pero acudirán desde los mercados para proveeros, me imagino, y habrás obtenido gusto de oírlas y contemplarlas, e incluso es posible que te hayas acercado a conversar con ellas. Vamos a ver: ¿quién es tu preferida? ¿Cómo se llama? ¿Es de buen cuerpo o más bien pequeña, esbelta o rolliza, rubia o morena?

—Pues no las hay, de esas que suponéis; nos está vedado todo contacto con la gente de afuera. Si vienen no pasan de estas puertas.

—Pero las habrás visto desde los ventanales…

—No, nunca, señor.

—¡Me dejas pasmado! ¡Bárbara reclusión, la vuestra! ¿Y el canto dulce de una pastora no ha llegado nunca hasta tu celda desde aquellas lomas, haciéndote considerar cuan placentero sería acompañarla por los prados y los bosques umbrosos, y beber de sus manos en las fuentes cristalinas, y contemplarte en sus ojos tan claros como el cielo más claro, y descansar la cabeza en su regazo y adormecerte escuchando el susurrar del céfiro entre las copas de los árboles, mientras pace el rebaño y todo es calma y suavidad en torno…?

—Señor, solo conozco los cánticos de alabanza que la congregación eleva a Dios noche y día, y las sombras del claustro donde meditamos, y el murmullo de las oraciones. Y no hay en el mundo claridad como la de los cirios y el rosetón de nuestra iglesia, ni paz como la de este retiro, ni gozo como el de servir a Nuestro Señor.

—Por lo menos recordarás a alguna mozuela de tu lugar con quien jugabas a menudo siendo un tierno infante… Quizás añoras los besos inocentes que os disteis un día…

—Señor, he olvidado lo que fue mi vida antes de llegar aquí.

—¡Que el diablo me lleve si te entiendo! ¿Estás enfermo, zagal? Pero mira, Elino, hay ciertas exigencias del cuerpo que no es posible dejar de satisfacer, con mujeres o sin ellas. Cuando nos acomete la fuerte desazón, y unos calores nos toman todo el cuerpo, y la piel se nos humedece, y la boca se nos seca, y un hormigueo nos trepa por los muslos, y nada podemos pensar, ni ver con claridad, ni atender, no nos queda más solución que derramar el fértil caudal —pues él es la causa de toda esa angustia— o enfermar y morir. Y quien no halla pronto consuelo en compañía de una mujer hermosa, ¿qué hace? Tú ya lo sabes, me figuro. Ahora mismo, ¿no te gustaría desquitarte de tanto ayuno y de tanta abstinencia…? ¡Claro que sí! Venga, Elino, recógete detrás de esas matas y desquítate, que ya voy perdiendo la paciencia.

—Basta, señor, me ultrajáis si me creéis capaz de tales vilezas. ¡Callad en buena hora, por Dios os lo suplico!

—¡Sí que estás enfermo, sí! ¡O eres un bobo, o te has vuelto loco, o todo al mismo tiempo! Veamos, pues: ¿nunca deseaste hacer tuya cierta rica posesión de un compañero, o presenciar el fracaso de aquel que siempre te aventaja en los estudios, o pelearte con el miserable que a todas horas se divierte enojándote, o jugar una mala pasada a tu maestro, o burlarte del feo y del tuerto, o dejar de cumplir los deberes que te imponen, o charlar a deshora? ¡Seguro que estuviste a punto de hacerlo más de una vez! ¡Seguro que te vendría muy de gusto, si ahora se te presentara la ocasión!

—No, señor, en modo alguno. Pecaría contra la ley de Dios.

—¡Ah, mira por dónde, qué ocurrencia! Disculpe vuestra merced.

Bardoleán se desespera. Reflexiona un instante, y al cabo alza la mano y le atiza a Elino un revés que lo derriba de bruces.

—¡Desgraciado, canalla, bribón! —grita—. ¡Afeminado, asno, pazguato! ¡Santurrón, meapilas, rata de sacristía! ¡Falso, hipócrita, mal hijo, mentiroso! ¡Encantado, bobalicón, imbécil!

El muchacho mira fijamente a Bardoleán y se frota la mejilla enrojecida, pero no dice palabra.

—Me odias, ¿verdad que sí? Veo el odio asomar a tus ojos. ¡Ponte en pie, insúltame, defiéndete!

—Señor, os perdono de todo corazón. Os domina la furia, no sois responsable de vuestros actos.

—¡Ay, el mocoso, que ya me tiene harto! ¿Sabes qué voy a hacer? Pasaré a cuchillo a los monjes y a tus compañeros uno a uno, y después profanaré el altar y el santísimo sacramento, y pegaré fuego a la abadía, y abriré los sepulcros y esparciré los huesos por toda la comarca. Verás entonces si me odias o no. Ándate con mucho ojo, que no me conoces.

—No os creo capaz. Habláis por hablar, caballero.

—¿Con que hablo por hablar? —Bardoleán le señala en la oscuridad el cuerpo de Lusconi.— Y esto, ¿qué te parece a ti que es? ¿Un saco de palabras?

Elino grita de pavor al descubrir el cadáver, las piernas le flaquean y cae de rodillas.

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