La abadía del Rojo FulgorPágina 7
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—¿Sí? —la alentó Yemi, llenándose de nuevo la copa.

—Lo que pienso —se lanzó por fin Darina— es que nada puede seguir igual en la congregación después de que Bardoleán se ha llevado a Elino. Me imagino que durante un buen rato nadie se atreve a moverse ni decir palabra, y por fin el abad ordena a dos monjes que retiren el cuerpo de Lusconi, y al resto que se vuelvan a la cama, o más bien que se encaminen a la iglesia, porque ya es la hora de maitines. Todos comienzan a desfilar, todos menos uno de los estudiantes, que se separa y va hacia la puerta. Allí se queda inmóvil, contemplando fijamente el punto por donde han desaparecido Bardoleán y Elino, y de repente, de repente, pues…

—¡Empieza a desquitarse de tanta abstinencia! —saltó con una risotada el senescal, Ilois.

—¡Eso mismo! ¡Ja, Ja! ¡Se baja las calzas y se desquita, plantado ante la puerta! —coreó ruidosamente todo el grupo.

—Está harto de ser santo —añadió el senescal—, y lo que acaba de ver le ha decidido a cometer un pecado para poder salir de esa cárcel. Entonces…

—Entonces uno de los monjes —metió baza la regordeta marquesa Turune, atragantándose de risa—, uno de los monjes, que se ha dado cuenta de que el estudiante se escabullía pero que no distingue bien lo que hace, le llama, y como no obtiene respuesta se acerca a buscarlo. Le coge por el hombro, y cuando el chico se da la vuelta tiene el susto más grande de su vida. “¡Divina misericordia! —exclama—. ¿Qué haces, pecador?” El interpelado está en el momento menos indicado para librarse a explicaciones y aparta de sí al monje con un violento empujón. Alarmado por los gritos, el abad corre hacia el portalón, pero ya es tarde: liberado del peso que le ha oprimido durante tanto tiempo, el mozo se planta de un salto al otro lado. Desde allí hace burla del abad con palabras y gestos obscenos.

—Una gran confusión estalla en el patio en ese momento —intervino un joven caballero aprovechando un ahogo de la marquesa—, porque los estudiantes, intrigados por el desenlace de la situación, se resisten tozudamente a entrar al monasterio. Mientras los religiosos se esfuerzan por hacerles regresar a la fila con gritos y empellones, he aquí que dos chicos a los que unía un tierno afecto se miran en silencio y, de súbito, se lanzan uno en brazos del otro.

—¡Muy bien, Málibor! —se entusiasmaba Ilois, levantando su copa y salpicando a los que le rodeaban—. Pero la cosa no queda aquí, porque entonces el abad enarbola un garrote con la intención de deshacer a golpes el feliz ayuntamiento, pero tres mocetones surgen raudos de la fila de los estudiantes, lo acorralan y comienzan a pasárselo entre ellos a manotazos y patadas. Cuando los monjes intentan auxiliar a su superior, el resto de los muchachos, como un solo hombre, les acometen armados con palos, piedras, tiestos y todo lo que hallan a mano. Pronto el patio entero retumba con el estrépito de la pelea, y mientras unos atacan con furor y bárbaro griterío, los otros corren de aquí para allá arremangándose los hábitos y tropezando entre ellos y protegiéndose como pueden y cayendo de rodillas y clamando ayuda a Dios.

—¿Pensáis que todos los monjes hacen causa común con el abad? —volvía a la carga la marquesa Turune—. Pues no. Hay uno de ellos, uno muy gordo y coloradote, quizás el sacristán, que ha seguido embobado las maniobras de los dos que yogan, hasta que le asalta la famosa fuerte desazón, para decirlo con las palabras de Bardoleán, y se decide a ponerle remedio tras unas matas. Otro monje, seco y con cara de perro —me parece que es Severustio, el mayordomo de la abadía—, que odia secretamente al abad, encuentra en un rincón la horca de Lusconi, la enarbola, se precipita hacia su superior y, soltando un juramento formidable, se la clava en el cuello; tras de lo cual huye puertas afuera. Pronto el patio rebosa de heridos y muertos; libres de sus guardianes, los estudiantes buscan y consiguen sus desquites, solos o en grupo, mientras cantan y ríen y beben a chorro de las barricas de la bodega abacial que han arrastrado al patio. Pero también hay quien contradice el sentir general y ofrece resistencia, dispuesto al martirio: así un mozuelo que trata de escapar de aquel mismo novicio atolondrado de la cocina a quien no le estallaba el fulgor cuando perseguía pollos, tal como ahora persigue a este, aunque, ¡por vida mía!, no le sean precisos más pecados para conjurar el maleficio ardiente, frecuentador como ha sido del juvenil desenfreno por la comarca entera. Al cabo todos los que han folgado y se han emborrachado y han vertido la sangre de algún enemigo van traspasando el portalón y se reúnen con los primeros que habían huído, y se abrazan y ríen y hacen volar sobre sus cabezas los hábitos y los rosarios y los escapularios.

—Ya enfilan el camino, felices, adentrándose en el bosque —continuó Ilois—, cuando de repente se alza hasta las nubes un intenso resplandor rojizo y un gran ruido atruena el espacio. “¡El fulgor, el fulgor!”, gritan todos, y al volverse con espanto descubren a un monje viejísimo que se les acerca renqueando desde el monasterio. “¡Es el venerable Berión! ¿Dónde se había metido? ¿Cómo ha podido evitar la barrera?”, se preguntan con estupor. “¡Ay, hijos míos! —exclama Berión—, no os podéis imaginar cuánto me ha costado pegar fuego a este maldito edificio, prisión de nuestros años mejores. Pero al fin ya está hecho, alabado sea Dios… Parece que se acaba de derrumbar el techo de la iglesia, ¿verdad?” Y juntos contemplan cómo la abadía arde por los cuatro costados, mientras empieza a clarear y en el bosque se escucha el incipiente piar de las avecillas silvestres, que saludan el nuevo día.

—¡Ah, ah! ¡Me gusta, me gusta! —exclamó Yemi en medio de la hilaridad colectiva—. Pero dudo de que los hechos ocurriesen de tal modo; vosotros no sabéis cómo son esta gente. Más bien me inclino a creer que los religiosos y los estudiantes se irían a dormir, o a maitines, como decía Darina, y que después reanudarían sus devociones y mortificaciones con vigor redoblado, y terminarían por olvidar a Bardoleán y a Elino. Es posible que se acometieran nuevos intentos de rescatar a estudiantes, pero el rojo fulgor se desataría siempre para impedirlo. Allí permanecerían los mozos hasta que, al hacerse mayores, el curso mismo de la naturaleza y el superior conocimiento de las cosas decidirían a algunos a regresar a sus lugares, pero sin alboroto, mientras que otros se mantendrían fieles a su propósito de lograr la glorificación celestial y profesarían en la orden. De vez en cuando alguno de aquellos monjes, harto de privaciones y penitencias, se resolvería por fin a pecar para poder huir de la abadía; pero solo alguno y muy de vez en cuando, pues aunque es cierto que todo rebaño tiene su oveja negra, un rebaño, amigos míos, siempre es un rebaño.

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