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La abadía del Rojo FulgorPágina 2
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Se esconde en un bosquecillo cercano, y cuando se hace de noche lleva a Cabulet hasta el extremo más lejano de la huerta de los monjes. Arrima el caballo al muro, e irguiéndose sobre la silla se encarama a él a fuerza de brazos y con un ágil salto se cuela adentro. Avanza por la huerta con infinitas precauciones, amparándose en los árboles para evitar la luz de la luna. A poca distancia ya del edificio descubre delante suyo una sombra: es un monje que murmura oraciones mientras pasea. Bardoleán se le aproxima con sigilo. Busca la espada, pero le detiene un escrúpulo. Y de esta manera habla con su corazón: “No es justo acometer a un ser tan pacífico con un hierro tan desaforado, como si fuese ladrón o asesino… Este no es un enemigo a tu medida, Bardoleán; bastará con una voz para que se avenga a cuanto pidas. ¿Qué dirían tus compañeros de armas, qué se pensaría en Tánderos, y el mismo rey, qué opinión se formaría de ti? ¡Oh, tu honor quedaría mancillado para siempre!” Pero enseguida le sobreviene un pensamiento contrario: “¡Pues qué! ¿Acaso debería postrarme a sus pies? ¡Mal rayo los parta! ¿Gente pacífica dicen que son? ¡Por todos los diablos! ¿Y quién lo dice? Pacíficos, cuando les conviene; pero la mayor parte del tiempo son liosos y asaz atrabiliarios. Acuérdate de cómo te despachó el bergante de ahí afuera; acuérdate de los clérigos de tu tierra, cómo azuzaban a la plebe contra sus señores naturales. ¡Mal haya! Sí, más vale ser cauto. ¡Fuera el hierro, pues!” Y desenvainando la espada con presteza, se la coloca al otro en los riñones.

—Ni un movimiento ni una palabra —le susurra Bardoleán al oído—. Guiadme hasta el aposento del abad y evitad levantar escándalo si estimáis en algo vuestra vida.

El monje, tembloroso, se apresura a obedecer. Conduce a Bardoleán al claustro a través de una puertecita, se introducen en un vestíbulo, suben una escalera y siguen por un pasillo flanqueado por media docena de puertas. Su rehén le indica la última; Bardoleán la abre de golpe, se precipita adentro y se halla cara a cara con el abad, que reza arrodillado a los pies de un crucifijo.

—¿Cómo osáis? ¡Por todos los santos! —grita el abad, incorporándose.

—Tened calma, señor —dice Bardoleán tras hacer pasar al otro religioso y cerrar la puerta a sus espaldas—. No os extrañéis de verme entrar como un vulgar ladrón, en hora intempestiva y empuñando la espada, porque de ningún otro modo puede comportarse un caballero, por más virtudes que le ornen, si quiere vencer las barreras levantadas en torno a la abadía.

—¿Qué queréis? ¿Quién sois?

—Bardoleán de Tánderos, para serviros. Habéis de saber que mucho y muy malo se dice de la hospitalidad de los que aquí moran, pero no daba crédito a los rumores hasta que yo mismo me he visto rechazado de vuestras puertas por el fray bribón que os las guarda. Pero no es para quejarme de tan escasa cortesía por lo que me he aventurado hasta aquí, ni para averiguar si tal conducta se ajusta o no a los preceptos de vuestra religión. Señor, he venido en busca de noticias de Elino, que estudia en esta casa, pues en la suya ni duermen ni viven de pura inquietud por su suerte. Hablad, y concluid con tanto misterio.

—Señor, me habéis dejado sin aliento —contesta el abad—. Olvidaré la afrenta que nos hacéis violando de esta manera los muros de la abadía y nuestro retiro, pues bien veo la generosidad de vuestro propósito. Hablaré como deseáis, y envainad ya la espada, que ofende la santidad del lugar y me abruma fuera de toda medida. Pero antes decidme, caballero: ¿qué cuentan los hombres de nosotros?

Bardoleán le responde que, según es fama, un prodigio les tiene allí recluidos y les impide comunicarse con el resto del mundo. El abad suspira.

—Así es, señor. Prodigio hay, pero no uno cualquiera. Dotado de una virtud peculiar y peregrina, no opera siempre, pero nos recluye incluso cuando no opera. ¿Os maravilla? Pues escuchadme, que empezaré por el principio.

»Este se sitúa nueve años atrás, cuando nuestro conspicuo reformador, el venerable Perentonio, que Dios tenga en su gloria, advirtiendo los gravísimos males que se abatían sobre la orden —la debilitación de la regla, la relajación de las costumbres, la fe convertida en rutina, el descenso de las vocaciones, el desamor creciente de los fieles—, se empeñó en hacer de esta casa un espejo en que todos nuestros monjes se mirasen, un crisol de santidad, un faro augusto que alumbrase con inusitada luz, a nuestros religiosos y aun al orbe entero, la senda de la perfección. Nos reunió aquí a una veintena de varones escogidos en distintos monasterios y dionos regla estricta, a cuyo cumplimiento y preservación nos hemos aplicado con infinito esfuerzo durante todo este tiempo, orando y estudiando y trabajando y asumiendo todo tipo de privaciones. Y, señor, no hace mucho descubrimos que nada de ello había sido inútil, pues Dios mismo nos premió con una señal como las que realizaba más a menudo en otras épocas.

»Sucedió una fría mañana de noviembre, cuando nuestro cocinero, Simundo, se disponía a marchar a la aldea cercana para reparar una olla que se le había descompuesto. Le vimos encaminarse a través de la huerta, a lomos del asno, hacia la portezuela del muro posterior para tomar el atajo que parte de allí, cuando de súbito estalló un fragor enorme acompañado de una luz escarlata intensísima que penetró hasta el último rincón de la abadía. Enseguida oímos a Simundo que voceaba descomedidamente, y al acudir en su auxilio, espantados, le encontramos derrumbado y quejumbroso ante la portezuela, junto al asno también caído y rebuznante. “¿Qué fue eso, hermano Simundo? ¿De dónde vino este mal?”, le gritamos. “Ay, ay —se lamentaba él—. Dios de mi vida, qué suceso. Ay, ay, no os acerquéis, que hay aquí algo que pretende nuestra muerte”. “Pero, ¿qué decís? ¿Nos atacan bandidos, o descargó un rayo sobre vuestra cabeza?” “Por mi fe que no sé nada —respondió—. Una rugiente claridad bermeja me cercó en el momento en que iba a traspasar el umbral, talmente como si me hallase a las puertas del infierno, y al punto me vi abatido del borrico por una fuerza extrema. Recogedme ahora y posponed las averiguaciones, que me siento apaleado y tiemblo todo”. Mientras unos se llevaban a Simundo los otros comenzamos a buscar por los alrededores, mas no había chamusquina, ni señal de gentes, ni cosa extraña alguna. Decidimos luego continuar la pesquisa al otro lado del muro, y he aquí que, en cuanto otro hermano, Ledas, se adelantó con intención de cruzar la puerta, repitiéronse el gran estrépito y el fulgor deslumbrante, que causaron entre nosotros confusión y griterío y desbandada, y al lugar ya no nos atrevimos a volver.

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