—Que sea lo que Dios quiera —dice con un hilo de voz.
—¡Que sea lo que Dios quiera! ¿Sabes qué pienso, de ese que mencionas? Pues… —Y aquí Bardoleán lanza una impresionante retahíla de blasfemias y maldiciones.
—Perdónale, señor, que no sabe lo que dice —lloriquea Elino, y se tapa los oídos con las manos. Bardoleán trata de apartárselas sin cesar de blasfemar, y pugnan así durante un buen rato, hasta que por fin, viendo que todos sus esfuerzos son inútiles, opta por dejar al chico en paz. Perplejo, se dice que es santo sin lugar a dudas, y aun más, tiene por cierto que alcanzará los más altos honores eclesiásticos si sigue por ese camino. “Y pues, si a tal cosa aspira, quizás hago mal entrometiéndome”, piensa. Y está a punto de darse por vencido y marchar sin él, cuando se le ocurre probar una última vez apelando a la vanidad, el más pertinaz de los naturales impulsos del alma.
—Seguro que alcanzarás los más altos honores eclesiásticos, buen mozo —declara—, y serás santo y ocuparás un lugar a la derecha del Padre, y los hombres de los siglos venideros te recordarán y te venerarán y te consagrarán una fecha en el calendario, y las madres pondrán tu nombre a sus hijos, y serás patrón de naciones y te dedicarán iglesias.
—Vivir y morir aquí oscuramente es todo lo que deseo, señor. Y si consigo la gloria del Paraíso no se deberá a mis méritos, sino a que Dios, en su infinita misericordia, así lo habrá querido. Nada puede el hombre si su ayuda.
Bardoleán se abre de brazos y suspira.
—En verdad, querer hacer pecar a un bobalicón como tú es un trabajo excesivo para mis pobres fuerzas. Ni sabes lo que es pecado ni creo que llegues nunca a saberlo. Has ganado.
En cuanto pronuncia estas palabras estalla un clamor de voces en dos o tres rincones del patio, desde donde los monjes y los estudiantes han asistido a los anteriores sucesos con espanto y admiración, ocultos en la sombra.
—¡Viva, viva! —gritan—. ¡Dios es piadoso! ¡Gloria a Jesucristo! ¡Honor a Elino!
Esto ya es demasiado para Bardoleán, que puede tolerar una derrota, pero no ver cómo se alegran esos seres cobardes y enfermizos, que nada han hecho para auxiliar a su compañero.
—¡Sí, señores! —brama, irguiéndose varonilmente y esgrimiendo la espada—. ¡Elino es santo, y os lo pienso devolver, pero como mártir!
—¿Qué decís? ¿Qué pretendéis hacer? —se escucha la voz aterrorizada del abad—. ¿No os basta con un crimen, que también queréis verter la sangre de este inocente?
—¡Respetad su vida! ¡Tened compasión, caballero! —gritan los demás.
—No perdáis detalle, señores, del martirio a que seguidamente someteré a Elino.
Y diciendo esto clava la espada en tierra, se desliga la cota de mallas, se baja las calzas y se arroja encima del muchacho, que pierde el equilibrio y cae rodando con él. Elino resiste con valentía el indecoroso embate, pero en seguida pierde también los calzones, porque la escasa ropa que ha conservado después de salir por los aires apenas se le sostiene en el cuerpo. El caballero consigue inmovilizarlo y, ducho como es en asuntos de espadas, lo ensarta al primer golpe. Elino grita y se agita como un loco hasta que, exhausto, distiende los miembros y llora calladamente. Bardoleán está a punto de rematar la tarea, cuando he aquí que el mozo arranca a jadear y a secundar sus movimientos. Sonríe, gratamente sorprendido. Y mientras escucha los latidos descompasados del corazón de Elino, y percibe el pulso enloquecido de su sangre, y gime a una con él, bendice su buena estrella, que en el último momento le ha permitido concluir con tanto provecho esta aventura. “Ya lo dice mi señor el rey: lo que no logran la fuerza ni la inteligencia, lo hace la suerte o no lo hace nadie”, considera mientras se separa del mozo. Y dándole un pescozón cariñoso se incorpora de un salto, se viste, se ata la cota de mallas, envaina la espada y mira en torno suyo con ademán retador.
—Aquí tenéis a Elino, mártir ya, pero ya no santo —anuncia con buen humor a los monjes—. Por tal razón me desdigo de la promesa de devolvéroslo. Señores míos, os hago saber que el mozo pasará estas puertas sin que ninguna muralla fulgurante se lo impida, porque acaba de cometer su primer pecado.
Bardoleán tiende la mano a Elino para ayudarle a ponerse en pie. Después le conduce hacia el portalón y juntos lo atraviesan con caminar sosegado.
—Que tengáis muy buena noche —ríe, volviéndose a los monjes—. O mejor dicho, que tengáis un buen día, pues parece que ya apunta el alba.
Y desaparece en las sombras con Elino.
—Y de esta manera, gentiles damas y nobles caballeros, Bardoleán de Tánderos puso fin a la aventura de la Abadía del Rojo Fulgor.
El moro Yemi-Alafe colmó de vino su copa, se la llevó a los labios y la vació de dos tragos ante la mirada expectante de los concurrentes.
—Pero, Yemi… —se atrevió a romper el silencio la sobrina del duque Golmeto, el anfitrión de la reunión.
—¿Qué quieres, Darina amable?
—¿No hay más?
—¿Y qué más ha de haber? Lo que viene a continuación os lo podéis imaginar: Bardoleán restituye al mozo con los suyos, el hidalgo dispone una gran fiesta para celebrarlo y al cabo de unos días Bardoleán parte a la búsqueda de nuevas aventuras, como buen caballero errante que es. En cuanto a Elino, la vergüenza, los remordimientos y la pena que siente al no haber sido capaz de perseverar en su propósito de santidad le harán sufrir mucho durante algún tiempo, pero es joven, y conseguirá superarlo.
—Pero en la abadía, Yemi. ¿Qué sucede en la abadía?
—Sí, ¿qué sucede? —se alzaron otras voces.
—¡Oh! ¿Y qué queréis que suceda? —rió el moro—. A ver, Darina, ¿a ti qué te parece?
Todos los ojos se volvieron con curiosidad a la muchacha, que se ruborizó, aturdida.
—Pues yo creo, yo creo…